viernes, 7 de agosto de 2009

Abuelo. Estás en una cama de terapia intensiva mientras yo te escribo esto. Desde esta cama sin cables ni olor a hospital.
Hoy me enfrenté con tu despedida. La primera vez que considero una para siempre. He tenido muchas despedidas. Algunas a viva voz. Otras en el más profundo de los silencios. También despedidas casuales, de todos los días, con personas que quizás nunca vuelva a cruzar. Pero jamás tuve tanta conciencia de lo irreversible. ¿Qué se le dice a alguien a quien se le habla por última vez? O que probablemente sea así...
Un minuto. Tuve sólo un minuto con vos. Me mirabas, pacífico. Ya no luchabas. Un cable te entraba por la nariz. Y tantos otros que no veía y que vos no intentabas arrancarte.
Te acaricié el pelo. El mismo gesto, el único que me surge hacer desde que estás así. Así. Me vinieron a la mente todas esas escenas conmovedoras de películas en las que el moribundo dice unas últimas palabras con esa sabiduría que sólo los moribundos tienen. Esas que uno lleva consigo y que aplica como una ley de vida. O sin ir más lejos, me vino a la mente la despedida de la abuela y su madre, en la que le dejó una receta de cocina. Y sí que hizo de la cocina una ley de vida. Hermosa abuela. Y ahora me encontraba yo en esa película. Te miraba. Me mirabas. Te acariciaba el pelo. Pero es que ya me había despedido de vos hacía meses, la última vez que habías estado en una cama de hospital. Me había despedido en silencio. Por algo ese día había ido de negro al hospital. Ahora lo entiendo. Me sentía oscura ese día. Hoy fue un epílogo, abuelo. Fue anunciado. Y lento. Y pesado.
Te dí un beso combatiendo el hedor que te rodeaba, te dije "te quiero mucho" y salí corriendo de la habitación. Eso es todo lo que atiné a hacer. Lloré unos minutos en la escalera. A mamá las lágrimas no le servían de nada. Lloré el epílogo de tu vida, abuelo. Ahora quisiera que podamos cerrar el libro. Descansá, abuelo. Apagáte en paz.

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