jueves, 11 de septiembre de 2008

Te pensé un rato, aire.

Prefiero descalza. Sí. Descalza. Descalza de pies. Descalza de sombrero. De camisa, bigotes, cordones. De collares, bombacha, maquillaje. De sonrisas congeladas y pestañas postizas.
Andar sin sombra por mi jardín. Peinar mi árbol de manzanas. Acaecer en un vestido rojo. Disimularme en la enredadera.

A tus maderitas pintadas.

martes, 2 de septiembre de 2008

Desde que nací que sólo presencié nacimientos. En mi familia, desde que yo tuve vida todo fue más vida a mi alrededor. El último nacimiento de la familia fue hace 15 años y pocos días. Por lo que la que está más cerca de producir una nueva vida soy yo, o en todo caso mi primo hermano, mayor y menor al mismo tiempo, que está casado de amor hace tiempo ya. La familia se agrandó y persistió. A los abrazos y a las piñas, a las risas y puteadas, a las emigraciones e inmigraciones, pero persistió. Lo más parecido a la muerte que aconteció fue la separación de mis tíos. La muerte del amor. Más o menos 20 años y 3 hijos después, simplemente se extinguió su fuego. Sin peleas. Sin demandas ni juicios de tenencia. Mi tía salió por una puerta y nunca volvió a entrar. No verdaderamente al menos. Mi tio intentó reemplazar ese amor con una piedra llamada Bea, que no sé realmente si logró su cometido, pero que para el resto de los parientes significó y sigue siendo hasta el día de hoy la fuente por excelencia de chismes, críticas y dolores de cabeza. (Chismes y críticas de la abuela principalmente; dolores de cabeza para todo el resto que tiene que escucharla).
Desde que nací que sólo presencié nacimientos. Desde ese momento pasaron ya 20 años, 4 meses y 2 días. "Afortunada" es una palabra que me viene a la lengua. De haber mantenido tanto tiempo la tribu entera. Nunca lo había pensado hasta ayer, cuando este tema surgió charlando cibernéticamente con una amiga del alma y del espíritu. Afortunada. Puede ser. Pero la verdad es que bien desgraciada me siento. Y es que mi abuelo está en este momento en el hospital, en vías de ser el primero en acotar mi mundo. Mi mundo en permanente expansión, de repente lo siento frenar por un momento. Voy al hospital, a un cuarto de aire enviciado. Veo a mi mamá y mi tio al lado de una cama, descoloridos. Ellos. La cama bien blanca. Y sobre ella un cuerpo. Un cuerpo. Arrugado y con cables. No puedo pensar otra cosa. Un cuerpo. Se mueve, se queja, se arranca los cables. Pero no veo a mi abuelo ya. Me siento una hija de puta. Pero no lo veo. Se me aflojan las piernas. Por breves, iluminados segundos veo que me mira. Me sonríe. Me reconoce. Después se apaga de nuevo. Segundos de abuelo.
Me sonrío hoy cuando mi mamá me cuenta de cómo en un momento, a pesar de ni siquiera tener fuerzas para comer, agarró un diario y se puso a escrutarlo. Segundos de mi abuelo. Me legó el gusto por la lectura, aunque él leía cualquier cosa, lo que cayera en sus manos, ya fuera un García Marquez o la revista de descuentos del Jumbo. Leía. Tendré que acostumbrarme a hablar de él en pasado. Me odio. Sigue vivo en sus segundos de luz, y yo no sé si prefiero que acabe su agonía. Mi mamá se convirtió en la suya. Hasta le cambia los pañales. Parte de un ciclo a la que ruego no tener que llegar jamás. Ella se aferra. Ella se pelea con los médicos y las enfermeras. Yo ya lo lloro. Algo distinto me toca presenciar ahora.